Los 23 niños fueron encerrados en
la casa de Rufina de la Cruz. Luego las patrullas Lince al mando del
subteniente Telmo Hurtado el “Carnicero de los Andes” y la del Teniente Juan
Rivera Rondón dispararon sin piedad alguna. Finalmente detonaron las granadas
para asegurarse que ningún indefenso niño quedara vivo. Era el procedimiento de
rigor en las zonas de emergencia. Lo mismo hicieron con los varones y las
mujeres. Ayacucho, Perú 14 de agosto de
1985.
Adam Lanza, joven de 20 años,
posiblemente psicópata, ingresa fuertemente armado con un rifle y tres pistolas
(armas que poesía su madre) a la escuela Sandy Hook Elementary y dispara a un
grupo de pequeños alumnos. Luego se suicida. La trágica cifra final fue 20
niños asesinados y siete adultos, incluida la progenitora del homicida.
Connecticut, Estados Unidos 14 de diciembre de 2012.
Ambas masacres en las que fueron infantes
las víctimas primordiales, tienen dos características especiales que los
diferencian. Mientras los niños ayacuchanos fueron ignorados y sus padres
acusados de “terrucos” para justificar la razia, en Estados Unidos el estupor
por sus muertos ablandaron hasta las lágrimas al Presidente Obama.
En tanto en el Perú los causantes
del brutal aniquilamiento fueron tropas del Ejército dirigidas por oficiales
cuya misión era paradójicamente protegerlos de la insania senderista. En Connecticut
fue un muchacho desequilibrado. Las tropas norteamericanas jamás disparan
contra su gente. Sus crímenes inenarrables los realizan en otros países donde
la lista es larga y macabra.
Jorge Bruce anota en su columna
“El factor Humano” que El New York Times publicó en primera plana las fotos con
el nombre de las víctimas. Y sostiene que lo mismo se debería haber hecha acá
cuando hemos pasado por tragedias similares. Lamentablemente, lo que se ha
buscado en todos estos años es deslegitimar las investigaciones, difuminar la
verdad y santificar a los criminales.
Pero el “Carnicero de los Andes”,
a quien sus superiores le ordenaron hacerse el loco para evadir la justicia e
implicar a otros oficiales en ese entonces, ha empezado a confirmar lo que todo
el mundo sabe. Que los asesinatos en masa de las comunidades quechua hablantes
sospechosas de apoyar a Sendero Luminoso fue un modus operandi implementado por
el ejército y avalada por los gobiernos de turno.
Pongámosle una flor a cada uno
los niños asesinados, escribamos sus nombres en algún lugar visible para los
ojos y el corazón. Llevemos a la justicia a todos los culpables para que
reciban la sanción adecuada. Pero, principalmente, no permitamos que pretendan
borrar nuestra memoria colectiva, de lo contrario, en menos de lo que canta un
gallo volveremos a vivir la misma desventura.
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